La muerte se desliza por las copas de los árboles, amarillas en otoño y, cómo él, pasa casi inadvertida. La gente no suele recordar los otoños, o los inviernos. La gente en estas estaciones se refugia en sus casas, le huye a la calle, le da miedo la noche. Estos dos hermosos letargos de la naturaleza pasan casi sin repercusiones, no quedan tan perpetuados en la memoria como sí han de quedar aquellos dos renaceres de los colores, las flores, el aroma y las ganas de estarse fuera hasta de uno mismo.
La muerte deja un sabor amargo. La muerte nos pasa tan cerca siempre, y uno que cree su vida algo tan importante, ve como los demás se van yendo y los diarios vuelven a salir, y el mundo no deja de girar, y otra nueva vida comienza al día siguiente, o el mismo día que uno se está despidiendo de ésta. No tengo miedo a la muerte, no, sino al olvido. Tengo miedo al haber pasado por este mundo sin haber dejado nada en él. Tengo miedo a no sentirme completa al irme. Tengo miedo a dejar demasiadas cosas sin atar, sin realizar.
El futuro es tan incierto que a veces lo veo como un mar eterno y lo estoy cruzando a nado. Veo que puedo seguirme adentrando en él, y que muchas cosas pueden salir mal. Cuántas brazadas van a permitirme mis fuerzas antes de dejarme hundir. Porque no me veo con una balsa, sino a nado, a pura piel y el agua, ese inmenso océano, que no se ni lo que me depara, ni cuán lejos estoy de la próxima costa, cuando podré descansar de tanto esfuerzo, de tanta lucha. Y aún nado en él, y aún trato de sacar de mi todo lo que hay, todo.
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